Los que se meten bajo la oscuridad del faldon

miércoles, 16 de marzo de 2011

A contraluz...

A contraluz te nos presentas. La escena dantesca y milenaria que tantas y tantas veces nos contaron. Tú, muerto en la cruz y desprovisto de toda vida en tus ojos. Escarnecidas tus carnes, hace ya rato que dejaron de tiritar por el frío y el castigo al que fuiste sometido. Cruje la tierra, se abre el cielo  y el velo del templo se rasga en dos. Llueve a cantaros. Parece como si los ángeles del cielo llorasen la perdida del Galileo. Tu cuerpo inerte, que ya ni siente ni padece, se muestra marfileño, pálido y desnudo. 

Algunos, de no se sabe bien donde, sacan fuerzas para poder mirarte y contemplar tu muerte serena, mientras sus mejillas se convierten en amargos ríos bañados de la sal que impregnan sus lagrimas. Se escuchan gemidos y balbuceos, fruto de la desesperación por la muerte del Maestro. Tu Madre se mantiene a escasa distancia, observado el panorama y esperando su momento, acompañada por un joven zagal de barba desaliñada y poco poblada. A su lado y con la mirada gacha, se encuentra una mujer de Magdala, morena de ojos dulces y melosos, y de largos cabellos ondulados, que llora amargamente la muerte del nazareno. 

Otros mientras, impunes cobardes artífices de la muerte y cómplices de la desdicha, ataviados con corazas romanas, penacho blancos, capas azules y grecas plateadas, huyen despavoridos de la escena. Los acompañan por el camino un séquito de sanedritas vestidos totalmente de negro, presagio del luto que tendrán que soportar por los tiempos de los tiempos, y que han sido avisados ya de los destrozos que el temblor de tierra ha generado en su sagrado templo. 

Mientras, una persona de avanzada edad, camina de frente hacia la cruz con paso firme, serio y valiente. Sin arrugarse. Con una cara de resignación, los ojos ligeramente entornados y el lagrimar a punto de estallar en mil pedazos. Se llama José, y llega con el alma destrozada. Sus lujosos ropajes le delatan como hombre acaudalado. Trae consigo a uno de sus sirvientes que porta lo que parece ser un lino recién comprado. Se para delante del centurión, que lo detiene con su brazo derecho y su palma extendida hacia arriba. 

-"Alto!!!... no se puede pasar!...."- 

El anciano, que no lo mira directamente, porque sostiene su mirada sobre el cuerpo inerte del amigo, mete su mano entre sus ropajes y le entrega un salvoconducto puño y letra de Pilatos. El centurión, extrañado y bajo el incesante aguacero en que se ha convertido la tarde, le abre paso, mientras vuelve la vista hacia la escena del calvario. Ambos, anciano y centurión, contemplan a un soldado romano que apoyado en el stipes, llora amargamente mientras sus labios musitan unas palabras, que en voz baja parecen salidas del corazón... y del alma... "Vere filius Dei erat iste"... "Verdaderamente, este era el Hijo de Dios"... 


La Redención del Hijo de Dios...
El misterio siempre soñado desde hace ya tanto, que ni me acuerdo...

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Foto cedida por Victor Ovies, de su web www.granadaphoto.com

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